Estaba en la última vuelta antes de llegar al terminal y terminar mi jornada laboral. Dejé a los últimos pasajeros y me fui con el bus vacío en dirección al depósito. De repente tocaron el timbre. Miré por los espejos. No había nadie. Miré por las cámaras. Tampoco vi nada. Detuve el bus y me bajé para ver si había alguien. Miré por los asientos, caminé al final del bus, pero no había nadie. Arranqué de nuevo el bus para llegar al depósito y nuevamente suena el timbre. Me detuve y abrí la puerta por si había alguien. Seguía solo. Volví a mirar por las cámaras y vi a una persona al lado de la puerta. Me di vuelta para mirar la puerta y no había nadie. Decidí seguir mi camino al depósito, haciendo caso omiso cada vez que sonaba el timbre. Cuando le conté al inspector en el depósito, me dijo que no era el primer conductor al que le pasaba en ese bus.

Autor: José Luis Riquelme, STU

Era una noche como tantas otras, de esas en que el cansancio se mezcla con la costumbre y el silencio de la ciudad comienza a envolverlo todo. Estaba haciendo el recorrido del servicio F10, desde Bajos de Mena hacia Camilo Henríquez. Eran cerca de las doce, y como siempre a esa hora, el bus avanzaba casi vacío, bajo la luz tenue de los postes.

Siempre he dicho que la 210 es la micro del carrete. Los fines de semana sube de todo: grupos con guitarras, cabros con botellas escondidas (o no tanto) y hasta parejas que creen que la micro es su living. Es un universo en movimiento, donde cada pasajero tiene su propia historia.